
Fernando Peña López, Catedrático de Derecho Civil y director de la Cátedra Fundación INADE-UDC «La gerencia del riesgo y el seguro» en la Universidad de A Coruña.
El seguro es esencialmente un instrumento que discrimina. Discrimina entre los riesgos que asegura y los que no asegura, entre los tipos daños que cubre y los que no quiere cubrir, entre las actividades y las empresas a las que les permite una cómoda transferencia de riesgos y aquellas a las que se lo pone mucho más difícil o imposible. Y finalmente, no nos engañemos, también discrimina entre las personas físicas. Lo hace entre aquellos seres humanos con quienes decide concertar una póliza y aquellos otros alas que considera que es mejor que los asegure la competencia (o el Estado, o cualquier tercero); y también lo hace cuando decide que a algunos les pedirá una prima baja y asequible y a otros una cantidad de dinero alta o incluso inasumible.
Discriminar, sin embargo, no es algo esencialmente nocivo o rechazable. En el fondo,discriminar significa dar preferencia a unas personas sobre otras y esto es algo consustancial al funcionamiento de las relaciones privadas (económicas y no económicas) en el marco de un sistema de economía de mercado. Siempre que nos decantamos por un socio, un colaborador, un suministrador, un empleado, o un cliente deseoso de recibir nuestros servicios, lo hacemos eligiéndole frente a todos los demás. Esta elección, salvo casos muy extraños, no se hace al azar, sino que responde a algún motivo: la condición económica de los diversos candidatos, sus competencias profesionales, su fortaleza física, su aparente estabilidad emocional, su simpatía o su buena presencia, entre otras posibilidades.
El problema, claro está, es confrontar esta elemental libertad de elección con la existencia del derecho fundamental a no ser discriminado, también indiscutible en un Estado democrático. Dicho de otra forma, ¿dónde está el límite de la libertad del asegurador de elegir a la contraparte contractual o de proponer la prima que le parezca conveniente?
Pese que pudiera parecer, no es fácil dar una regla heurística para distinguir entre los casos en los que una discriminación es lícita y los supuestos en los que constituye la violación de un derecho humano básico. Si se quiere tener una idea de por dónde van los tiros, al menos en el Derecho europeo, lo cierto es que la mejor manera para distinguir entre un legítimo ejercicio de la libertad individual y un caso de violación del derecho a no ser discriminado consiste en fijarse siempre en la causa o el motivo de la discriminación. Hay un grupo de causas de discriminación frente a las que la protección dispensada por el ordenamiento es mucho más fuerte. Se trata de aquellas causas relacionadas con rasgos de lo que podría denominarse la identidad de la persona: su raza, sexo, origen étnico, pertenencia a una minoría, género, caracteres genéticos, orientación sexual, ideología o religión. Cuando se ha preferido o preterido a alguien por una de estas causas resulta extraordinariamente complicado justificarlo alegando el derecho a elegir libremente. Podría decirse que cualquier diferencia entre seres humanos que se haga sobre la base de una de estas causas, en principio, se considera ilícita. Sin embargo, cuando la causa de la discriminación no tiene que ver con la «identidad» del sujeto, sino con su posición económica, con su condición física, con su salud, con su educación, o, -en el caso de los seguros- con el riesgo que genera, será mucho más fácil encontrar motivos válidos para discriminar entre personas que posean diversos niveles de lo uno o de lo otro.
Volviendo ahora al mercado de seguros, en los últimos tiempos no es infrecuente oír en España noticias sobre juzgados que resuelven casos de discriminación protagonizados por aseguradoras. Muchos de estos casos tienen que ver con el estatus de capacidad jurídica plena que se ha reconocido a todas las personas con discapacidad en España después de la reforma del Código Civil operada por la Ley 8/2021. En estos casos de discriminación protagonizados por aseguradores, el supuesto de hecho responde al siguiente patrón: una compañía aseguradora ha denegado la contratación de una póliza a una persona con discapacidad, o le ha pedido una prima mucho más alta de lo normal. Acontinuación, el discapacitado ha demandado a la compañía por haber violado su derecho a no ser discriminado. La pregunta que se plantea a continuación es evidente, ¿siempre que se deniega el aseguramiento a una persona con discapacidad estamos ante un caso de discriminación ilícita?
Aplicando lo que se ha dicho con anterioridad, la respuesta no puede ser un sí automático. Para alcanzar alguna conclusión será necesario valorar los hechos concretos de cada caso, tratando de buscar cuál ha sido el motivo o causa de la denegación. Si las circunstancias que rodean el asunto apuntan a que el motivo de la decisión es la propia presencia de la discapacidad (por ejemplo, la compañía tiene una política de rechazo sistemático de clientes con discapacidad porque considera que añaden complicaciones a su gestión), entonces habrá que reputar que la denegación es discriminatoria. El asegurador estaría utilizando un rasgo de la identidad de la persona (la pertenencia al colectivo de personas con discapacidad) para rechazar o hacer imposible la contratación de la póliza.
Por el contrario, podría defenderse que no hay discriminación prohibida si la compañía ha rechazado la contratación, o ha exigido una prima más alta al discapacitado, porque ha evaluado objetivamente el riesgo que generan sus circunstancias personales concretas, y ese riesgo ha resultado ser lo suficientemente alto para justificar la decisión adoptada. En este caso, podría argumentarse que el asegurador lo único que ha hecho es velar objetivamente por la buena administración de su compañía y, por extensión, por los intereses de todos sus clientes.
No se le ocultará al lector las dificultades que entrañará decidir si estamos ante un casode discriminación por razón de discapacidad o no. Entre otras cosas porque la estrategia a seguir por cualquier abogado que quiera defender al asegurador con éxito será intentar disfrazar a la discriminación de evaluación objetiva y aséptica de riesgos. Sin embargo, la mayoría de las cuestiones que tiene que decidir un juez suponen enfrentarse a niveles de dificultad y estrategias parecidas por parte de los letrados. Sea como fuere, de lo que no puede caber duda, en mi opinión, es de que toda la carga de demostrar que el rechazo o el incremento de la prima está perfecta y objetivamente justificado desde el punto de vista de la ciencia actuarial debe recaer del lado de la compañía aseguradora. A falta de prueba científica, objetiva, convincente y suficiente de que ha sido así, lo correcto será reputar que estamos ante un caso de discriminación ilícita por razón de discapacidad.